Apocalipsis Capítulo 22



Las Bendiciones del Estado Eterno (Ap. 22:1-21)

La concepción común es que, en cierto punto, el tiempo dejará de ser y comenzará la eternidad. Pero el hecho es que ahora estamos en la eternidad, porque la eternidad es la extensión del tiempo para siempre. Nunca habrá un momento en que no habrá tiempo. La palabra tiempo significa «duración infinita, o su medida; una porción definida de duración». La palabra eternidad significa «duración infinita». El tiempo comúnmente se contrasta con la eternidad. Esto es cierto en lo que concierne a las cosas que tienen un comienzo, pero no podría ser cierto para las cosas que no tienen final. Los cielos y la tierra y todas las cosas allí creadas originalmente son eternas. Desde la creación de estas cosas, la eternidad se ha dividido en tiempos y estaciones, días y noches, meses y años, y edades y períodos, y Dios siempre reconoce esto en Su Palabra. Los hombres generalmente piensan que la eternidad comienza con la próxima vida, o con el cielo nuevo y la tierra nueva, pero esto no es verdad. La eternidad es simplemente la continuación del tiempo. Cuando los hombres entren en la próxima vida y los cielos y la tierra sean purgados de todo mal, no habrá ningún cambio en el tiempo o la eternidad. Ellos siguen siendo lo mismo. El cambio se hace en los hombres y en los cielos y la tierra, en el sentido de que entran en un nuevo estado que es eterno e inmutable. La Biblia enseña que los tiempos y las estaciones, el día y la noche, y el verano y el invierno, no cesarán, porque estas cosas están reguladas por el sol, la luna y las estrellas, que son eternas (léase Gn. 1:14-18; 8:22; Sal. 89:29, 35-37; Ap. 4:8; 7:15; 14:11; 20:10).

La Biblia nunca enseña que el tiempo cesará. Este error ha sido provocado por la mala traducción y la mala interpretación de dos pasajes de la Escritura. El primero, Apocalipsis 10:6, en lugar de decir «el tiempo no sería más», debería decir «no habrá más dilación o demora». No puede significar que el tiempo ya no será, porque justamente ese capítulo trata acerca de la gran tribulación, acerca de que ella durará tres años y medio y Cristo viene al final de ella a la tierra para reinar mil años antes de que comience la supuesta eternidad. El segundo, Apocalipsis 21:25, «allí no habrá noche» se malinterpreta para significar que no habrá noche tampoco en la tierra restaurada, pero el pasaje realmente se refiere sólo a la nueva Jerusalén y no a la tierra. «No habrá noche» en la nueva Jerusalén, pero habrá en el resto de la tierra, como lo prueban los pasajes citados entre paréntesis arriba.

La descripción de las características internas de la ciudad se prolonga hasta Apocalipsis 22:1-5. Seguidamente Juan registra varias exhortaciones de parte del Señor Jesucristo (Ap. 22:6-17). También hay varias llamadas de atención respecto al peligro de torcer o desviarse de las enseñanzas de las profecías del Apocalipsis (Ap. 22:18-21). Hay, además, una invitación compasiva a todo aquel que reconozca su sed espiritual a venir a la fuente de agua de la vida eterna. Esa agua simboliza el regalo de la salvación. La oferta de la salvación es hecha en las Escrituras siempre como un regalo de Dios que se recibe sólo por la fe en Jesucristo (véase Ro. 3:21- 26).

El libro de la vida se menciona por quinta y última vez en Apocalipsis 22:19. Las cuatro primeras son Apocalipsis 3:5; 13:8; 20:12, 15 convirtiéndolo en un tema recurrente del libro; sin duda, debido a su importancia.

Finalmente, el Apocalipsis concluye con una contundente afirmación de la segunda venida de Cristo. Es importante observar que este culminante libro comienza con el anuncio de la venida en gloria del Señor (Ap. 1:7) y concluye con una clara confirmación de dicho acontecimiento (véase Ap. 22:7, 12, 20).

Comentario

22:1


«Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero». El profeta Ezequiel menciona una escena similar (Ez. 47:1, 12). También el profeta Zacarías dice «que saldrán de Jerusalén aguas vivas» (Zac. 14:8). Los mencionados profetas se refieren, sin embargo, a escenas relacionadas con el reino mesiánico. Hay varios pasajes en el Antiguo Testamento que mencionan el agua como símbolo de bendición que fluye de la presencia de Dios (véanse Is. 12:3; 35:7; Jer. 17:13; Sal. 46:4). La escena que Juan contempla ocurre en la nueva Jerusalén, no en la tierra fuera de ella.

El ángel que guía a Juan en el capítulo 22 es, probablemente, el mismo de Apocalipsis 21:9. Este ángel mostró a Juan «un río limpio de agua de vida» (véase Ap. 21:6; 22:17). El río es el agua de vida, y su presencia en la ciudad simplemente significa que la plenitud de vida será la experiencia de todos los que habiten allí. Hay un singular parecido entre los primeros cinco versículos de Apocalipsis 22 y la escena del huerto del Edén descrito en Génesis 2. Los cinco versículos al comienzo de Apocalipsis 22 muestran que la redención de Dios devolverá a la creación al estado del huerto del Edén y a la intención del Creador con la humanidad. La belleza del huerto del Edén debió ser deslumbrante. También allí había agua abundante: «Y salía de Edén un río para regar el huerto, y de alli se repartía en cuatro brazos. El nombre del uno era Pisón; éste es el que rodea toda la tierra de Havila, donde hay oro; y el oro de aquella tierra es bueno; hay allí también bedelio y ónice» (Gn. 2:10-12).

La desobediencia del hombre causó la entrada del pecado y de la muerte como consecuencia directa (Gn. 3; Ro. 5:12). La muerte y resurrección de Cristo han provisto el medio perfecto para poner fin al pecado y a la muerte. La Biblia enseña con suma claridad que quien pone su fe y confianza en Cristo recibe el regalo de la vida eterna. La entrada en la nueva Jerusalén es para quienes tienen sus nombres inscritos en el libro de la vida del Cordero.

«Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal». El texto comienza de manera enfática. No hay artículo determinado delante del sustantivo «río», ya que la fuerza no está en la identificación sino en destacar la cualidad intrínseca del tema: «Me mostró [tal cosa como] río de agua vida resplandeciente [brillante] como cristal». Juan desea recalcar la pureza excelente del agua de vida que fluye a través del río. Dicha agua es brillante, es decir, sin contaminación alguna. Tan limpia que Juan la asemeja al cristal.

La fuente de procedencia del río de agua de vida es «del trono de Dios y del Cordero». No hay razón exegética para alegorizar este versículo. El texto habla de agua literal que fluye del trono literal de Dios y del Cordero.

Las aguas son aguas literales, de una naturaleza y calidad semejantes a la ciudad de oro a la que pertenecen. El hombre en la tierra nunca conoció aguas semejantes, como tampoco los hombres en la tierra nunca conocieron una ciudad semejante; pero la ciudad es una realidad sublime, el hogar y la residencia del Cordero y de su gloriosa esposa, y estas aguas son la correspondiente realidad.

El agua de vida mencionada en el texto (véase Ap. 7:17) se designa así por el hecho de proceder del mismo trono de Dios y del Cordero. Durante su ministerio terrenal, el Señor Jesucristo habló de sí mismo como el «agua de vida» (véase Jn. 4:10, 13, 14; 6:35; 7:37-39). Él es el único capaz de satisfacer la sed espiritual del hombre por toda la eternidad.

Finalmente, debe observarse en Apocalipsis 22:1 que se habla de un solo trono: «Del trono de Dios y del Cordero». En otros pasajes se habla del «trono de Dios» solamente (véase 7:15; 12:5). En Apocalipsis 22:1, evidentemente, el trono es compartido, por lo menos, entre Dios el Padre y Dios el Hijo (véase Ap. 3:21; 22:1, 3). No se trata, por supuesto, de dos dioses. La Biblia enseña enfáticamente que hay un solo Dios (1 Ti. 2:5; Stg. 2:19). Pero las Escrituras también enseñan que hay tres personas en la esencia o sustancia divina (Mt. 28:19; 2 Co. 13:14).

Puede que el trono del que se trate sea el trono del Cordero, en quien está la eterna Deidad. O que dos Personas, que no son dos entidades [esencias] distintas, se sientan en el trono. Como sea, el hombre en su limitación no puede asimilar la verdad del ser infinito del Dios Trino.

22:2

«En medio de la calle de la ciudad, y a uno y a otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones»
. Este versículo ofrece problemas de sintaxis y es un tanto difícil de traducir e interpretar. Una traducción de la Biblia lo presenta de esta manera: «En medio de la plaza de la ciudad; y a una y otra parte del río, árboles de [la] vida que daban doce cosechas, que daban su fruto cada mes, cuyas hojas [servían] para curar a las gentes. Algunos expositores prefieren tomar la frase «en medio de la calle de la ciudad» como la terminación del versículo 1, y comenzar el versículo 2 donde dice: «y a uno y a otro lado del río...». Es difícil para el traductor determinar la oración correcta, ya que el texto griego no es de mucha ayuda en este caso.

El texto declara que el árbol de la vida está «en medio de la calle de la ciudad», pero al mismo tiempo afirma que está «a uno y otro lado del río» (kai tou potamou enteüthen kai ekéilthen xylon dsoeis), literalmente, «y del río de aquí y de allá [tal cosa como] árbol de vida». El sustantivo «calle» (plateías) significa «un paseo» o «una calle ancha». Probablemente se desea contrastar el hecho de que en la ciudad celestial no hay las calles estrechas que caracterizaban a las ciudades terrenales de los tiempos de Juan. El árbol de la vida, por lo tanto, se extiende a lo largo de la espaciosa calle de la gran ciudad. El cuadro visual presentado es que el río de la vida fluye a través del medio de la ciudad, y el árbol es lo suficientemente grande para cruzar por encima del río, de modo que el río está en medio de la calle, y el árbol está a ambos lados del río. En el huerto del Edén, el árbol de la vida estaba en medio del huerto (Gn. 2:9). Antes de pecar, el hombre tenía acceso al árbol de la vida, pero después de la entrada del pecado perdió ese privilegio (Gn. 3:22-24). En la nueva Jerusalén, el árbol de la vida se extiende a lo largo y a cada lado del río de agua de vida, convirtiéndose en una especie de bosque hermoso.

«Que produce doce frutos, dando cada mes su fruto». El árbol produce doce clases de fruto cada mes, proporcionando una cosecha fresca mes tras mes. El énfasis radica en la abundancia y la variedad de la provisión divina. Tan abundante es la vitalidad del árbol que produce una cosecha diferente «cada mes». Una asombrosa cosecha de la que no existe analogía en la tierra.

«Y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones». Esta declaración también ha motivado alguna controversia. Hay expositores que, frente a la dificultad de la frase, optan por enseñar que se refiere solamente al milenio, razonando que la sanidad es algo más propio del orden de vida en el milenio que en la tierra nueva donde no habrá enfermedad. La clave del problema y su posible solución radica en comprender que «las naciones» que no participen en la rebelión final de Satanás (Ap. 20:7-9) continuarán existiendo en la tierra nueva aún después de que se inicie la eternidad, y ellas son las que requerirán de la sanidad que proporcionan las hojas del árbol porque continuarán existiendo con sus cuerpos mortales. Quienes vivamos en la nueva Jerusalén, con cuerpos glorificados a semejanza del cuerpo del Señor Jesucristo, no necesitaremos de esas hojas.

Por lo tanto, las hojas del árbol de la vida son para producir sanidad, como el texto claramente lo dice, pero no para los habitantes de la nueva Jerusalén, puesto que no habrá enfermedad ni mucho menos muerte en la nueva Jerusalén. Las hojas del árbol de la vida tienen la función de producir y promover la salud y el bienestar de «las naciones», es decir, de quienes vivan fuera de la ciudad con cuerpos naturales. «Las hojas del árbol» les permitirán a «las naciones» que continúen disfrutando de las bendiciones de la ciudad santa y sigan trayendo «Su gloria y honor a ella» (Ap. 21:24, 26).

22:3

«Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán»
. La entrada del pecado en la experiencia humana resquebrajó la comunión entre Dios y el hombre (Gn. 3:8, 9) y resultó en maldición (Gn. 3:14-24). La muerte de Cristo y su gloriosa resurrección han hecho posible la eliminación de la maldición (2 Co. 5:21; Gá. 3:13). Así todo, la eliminación total de la maldición causada por el pecado aguarda el término del milenio. Todavía en el milenio es posible que un pecador sea maldito (Is. 65:20). Obsérvese la conexión del versículo 3 con el 2, mediante la conjunción copulativa «y» (kai). Las naciones no sólo disfrutarán de la salud que les proporciona las hojas del árbol de la vida sino que también disfrutarán de la bendición de la ausencia de la maldición.

«Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella». Nótese que, al igual que en el versículo 1, «el trono» es singular. Eso significa que Dios el Padre y Dios el Hijo comparten el mismo trono. Hay una perfecta, eterna y santa unidad en la Deidad.

Hay un sólo y único Dios vivo y verdadero que existe y existirá por toda la eternidad en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La presencia de Dios se hará sentir en todo el universo, liberado ya de la maldición del pecado pero, en particular, el trono de Dios y del Cordero será el centro de la gloria que llenará la santa ciudad.

«Y sus siervos le servirán» (kai hoi douloi autou latreúsousin autoi), literalmente, «y sus esclavos le adorarán sirviéndole». El término «siervos» (doúloi), significa «esclavos». Dicho sustantivo describe a alguien que voluntariamente somete su voluntad a la de otro. El verbo «servirán» (latreúsousin) es el futuro indicativo, voz activa de latreúo, que significa «servir». Este verbo podría o no incluir el concepto de servicio sacerdotal. En este entorno sugiere un servicio de adoración, aunque podría indicar mucho más. El mayor gozo de los redimidos, los siervos de Dios, será el servicio de adoración que le rendirán a Él.

22:4

«Y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes».
Este parece ser un versículo muy sencillo pero está saturado de una profunda verdad. No hay duda respecto al sujeto del verbo «verán». Los siervos o esclavos del Señor «verán» su rostro. El problema principal con este versículo estriba en el hecho de que tanto la expresión «su rostro» como «su nombre» están en singular. Es apropiado determinar si se refieren a Dios el Padre, al Cordero o a ambos. Debe observarse que el apóstol usa el sustantivo «rostro» (prósopon). No debemos apresurarnos a decir que evidentemente Juan usa un antropomorfismo, es decir, vocabulario humano para expresar una verdad que sobrepasa la comprensión del hombre. Esto porque si dicho vocablo se refiriese a Dios el Padre, el versículo demostraría el hecho de que «Dios es espíritu» (Jn. 4:24) de ninguna manera le impide el poseer «rostro», en el sentido como lo entiende el ser humano. Aunque el «cuerpo espiritual» (1 Co. 15:44) del que habla el apóstol Pablo es una referencia al cuerpo glorificado de creyente que ha experimentado la resurrección o el arrebatamiento, la Biblia es clara en cuanto a que el Padre también posee un un cuerpo espiritual (véase Éx. 33:18-23; Dn. 7:9,10).

Lo que debemos tener claro es el hecho de que el Señor Jesucristo es el revelador de Dios: «A Dios nadie le vio jamás, el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Jn. 1:18). Debe recordarse, también, las palabras del Señor a Felipe, uno de sus discípulos: «...El que me ha visto a mi, ha visto al Padre...» (Jn. 14:9).

Por otro lado, es necesario considerar las palabras del Señor: «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt. 5:8; véase también Sal. 11:7; 17:15). Las palabras de 1 Juan 3:2 deben considerarse, aunque adelantamos decir que un análisis de dicho texto tampoco aporta la solución al tema bajo consideración: «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es». El texto declara que algo estupendo aguarda a los hijos de Dios. Hay una esperanza escatológica para los redimidos del Señor. La realidad de ser hijos de Dios ahora será superada por lo que ha de ocurrir cuando Cristo se manifieste en gloria, es decir, en su segunda venida (Col. 3:1-4). El texto dice: «...seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es». Tomado en su contexto y comparado con otros textos de las Escrituras (véase Ro. 8:29), puede decirse que el creyente será hecho semejante a Cristo porque, en Su manifestación, verá al Padre tal como Él es.

Incuestionablemente, el creyente verá la gloria de Dios en la nueva Jerusalén. No causa ningún problema teológico ni exegético entender que en la ciudad celestial el hijo de Dios verá tanto el rostro del Cordero como el del Padre. Cuando el Señor le dijo a Felipe: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9), hablaba de Él como revelador del Padre aquí en la tierra. En la nueva Jerusalén, en cambio, veremos el rostro del Padre directamente.

Es interesante observar que no se dice nada del Espíritu Santo. Ningún creyente se quejaría de no poder ver al Espíritu Santo, quien es Dios, al igual que el Cordero, en toda la extensión del vocablo. El exégeta tiene que contender con el hecho de que el texto dice: «Y verán su rostro». Se habla de un solo rostro y lo más probable es que se refiera al rostro del Padre. Esto no significa, en modo alguno, que los santos en la ciudad celestial no han de sentir y estar plenamente persuadidos de la presencia de la Santísima Trinidad. Dios en su plenitud estará allí. Eso es, sin duda, lo más importante. Puertas de perlas, sí; muro de jaspe, sí; cimientos de piedras preciosas, sí; calles de oro transparente, también; pero lo más importante de todo lo referente a la ciudad celestial es que Dios está allí y que los redimidos verán su rostro.

«Y su nombre estará en sus frentes». Obsérvese que «nombre» (ónoma) es singular, igual que «rostro» en este versículo. En los días de la gran tribulación, la bestia impondrá su marca en la frente o en la mano derecha de sus seguidores. Los que no aceptaron identificarse con el Anticristo serán perseguidos y, en muchos casos, martirizados. Esos mártires estarán en la nueva Jerusalén y llevarán en sus frentes el nombre de Dios y del Cordero. Sin lugar a dudas, quienes verán su rostro y en cuyas frentes estará inscrito su nombre serán los redimidos del Señor. Esos que fueron comprados con la sangre del Cordero y recibieron el regalo de la vida eterna mediante la fe en Él.

22:5

«No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos»
. El apóstol Juan reitera la diferencia entre la tierra fuera de la nueva Jerusalén y las condiciones dentro de la ciudad celestial en lo que respecta al ciclo de día y noche. En la nueva Jerusalén no existirá la noche. Será algo parecido a lo que dice Zacarías 14:6, 7: «Y acontecerá que en ese día no habrá luz clara, ni oscura. Será un día, el cual es conocido de Jehová, que no será ni día ni noche; pero sucederá que al caer la tarde habrá luz». Lo cierto es que no habrá más tinieblas en la nueva Jerusalén. La nueva Jerusalén brillará con la gloria de Dios (véase Ap. 21:23, 25). Nótese que los habitantes de la ciudad santa «no tienen necesidad» (ouk échosin chreian) «de luz de lámpara, ni de luz del sol». El hombre no puede vivir en la tierra restaurada sin la luz del sol. Pero en la nueva Jerusalén, el sol no será necesario para la vida de los santos.

«Porque Dios el Señor los iluminará» (hóti ho theós photísei ep'autoús). La causa de por qué no hará falta luz de lámpara ni la luz del sol es sencillamente porque la luz de la gloria de Dios reemplaza a todas las demás luces. La luz de Dios y del Cordero será tan plena, gloriosa y permanente que la noche ya no puede existir en esa ciudad.

«Y reinarán por los siglos de los siglos» (kai basileúsousin eis tous aionas ton aiónon). Este es el cumplimiento de la promesa de Dios (véase Dn. 7:18, 27). El reino milenial desembocará en el reino eterno. El propósito eterno de Dios para con el hombre tendrá su perfecto y absoluto cumplimiento en tiempos escatológicos (véanse Sal. 8; He. 2:5-10). El Mesías someterá bajo su autoridad y destruirá a todos sus enemigos (Ap. 20:7-15), luego Él reinará por los siglos de los siglos (Ap. 11:15, 17) y sus santos reinarán con Él no sin antes pasar por el reino mesiánico en la tierra restaurada (Ap. 20:4-6) donde también estará la nueva Jerusalén desde donde los santos «reinarán por los siglos de los siglos». Como se puede ver, en los dos últimos capítulos del Apocalipsis el tiempo y la eternidad se entremezclan y confunden. Esto es así porque la eternidad es simplemente la continuación del tiempo. El milenio y la eternidad sólo difieren en el hecho de que durante el primero la humanidad no regenerada terminará alzándose contra el Mesías y su reino regido con vara de hierro (Ap. 20:7-9); mientras que durante la eternidad no existirá ningún elemento hostil en contra de Dios, ni angélico ni humano.

22:6

«Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto»
. La frase «estas palabras son fieles y verdaderas» es similar a la que aparece en Apocalipsis 21:5 (véase también Ap. 19:9). Dicha frase refuerza la autenticidad y la autoridad del Apocalipsis. Juan es, además de apóstol, un profeta con la misma autoridad divina que cualquier otro profeta de las Escrituras para escribir la palabra inspirada de Dios. Cuando Juan dice: «Estas palabras son fieles y verdaderas» se está refiriendo a la totalidad del Apocalipsis y no sólo al capítulo final. En Apocalipsis 1:2 el apóstol dice que da testimonio de «la palabra de Dios». El mismo Señor Jesucristo le ordena a Juan escribir en un rollo las visiones que ha recibido (Ap. 1:10, 11). Posteriormente, en tres ocasiones, Dios dice al apóstol que las palabras que ha escuchado y escrito «son fieles y verdaderas» (Ap. 19:9; 21:5; 22:6). Además, repetidas veces a través de este capítulo final, se reitera el seguro cumplimiento y la veracidad del mensaje del Apocalipsis (Ap. 22:7, 9, 10) y hay una seria advertencia contra cualquiera que añada o quite algo de «las palabras del libro de esta profecía» (Ap. 22:18-19). De modo que el Apocalipsis es clasificado como una genuina profecía: (1) Su origen es divino (Ap. 1:1, 2); (2) el autor humano es confirmado por Dios como un profeta verdadero cuyo mensaje es verdadero (Ap. 1:9-11, 19; 22:6-10); y (3) el cumplimiento de todo lo que está escrito en este libro es ciertísimo (Ap. 17:17; 22:18, 19).

Dios se identifica en este versículo como «el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas». La inspiración de las Escrituras tiene que ver con el hecho de que Dios «sopló» su palabra en los profetas. Los profetas genuinos escribían, dirigidos por el Espíritu Santo, la Palabra de Dios (2 P. 1:16-21). No escribían fábulas ni mitos irreales, sino que registraban el mensaje de Dios para los hombres con toda fidelidad. Dios no eliminó el estilo personal de cada escritor. El autor humano utilizaba los idiomas disponibles en su tiempo. Usaba figuras de dicción tales como
metáforas, símiles, hipérboles, sinécdoques, elipsis y muchas más. Estas figuras eran utilizadas con el fin de ayudar al lector a tener una mejor comprensión del mensaje divino. Las figuras de dicción eran usadas para aclarar el mensaje, no para oscurecerlo.

En la literatura apocalíptica, Dios utilizó ángeles tanto para comunicar como para interpretar el mensaje al escritor humano, es decir, al profeta (véase Dn. 7, 9). También Dios envió a «su ángel» con el propósito de «mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto». La frase «las cosas que deben suceder pronto» ha sido motivo de controversia entre expositores. Los preteristas la ven como un argumento para afirmar que los acontecimientos narrados en el Apocalipsis tuvieron su cumplimiento en el pasado, poco después de haber sido escritos por Juan.

La frase, sin embargo, no apoya la necesidad de un cumplimiento inmediato, en tiempos de Juan o poco después. Por ejemplo, la expresión «pronto» (táchei) sugiere, por un lado, la idea de celeridad. Los acontecimientos narrados en el Apocalipsis ocurrirán rápidamente cuando «las cosas que sucederán después de estas» (Ap. 4:1) comiencen. «Pronto», por lo tanto, sugiere velocidad de ejecución. La idea no es que el suceso puede ocurrir pronto, sino que cuando ocurra, será con rapidez. Esta es la idea aquí y en Apocalipsis 1:1, donde se usa la misma palabra (táchei). Es una declaración enfática que asegura que habrá una ejecución rápida de los acontecimientos anunciados. Cuando comiencen a suceder, y pueden comenzar en cualquier momento, serán ejecutados son asombrosa velocidad—durante tres años y medio o 1260 días (según Apocalipsis 10:3; 12:6, 14; 13:5); Daniel le añade primero 30 días a este período y luego 45 días (Dn. 12:11, 12).

22:7

«¡He aquí, vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro»
. Como en otras ocasiones, la Reina-Valera 1960 omite la conjunción «y» (kai) al comienzo de la oración. El texto dice: «¡Y he aquí, vengo pronto!» El verbo «vengo» (érchomai) es el presente indicativo, voz activa. Este verbo realiza función de futuro (véase Jn. 14:3) y debe traducirse: «¡Y he aquí, vendré pronto!» Esas palabras, sin duda, provienen del mismo Señor Jesucristo, aunque pudieron haber sido pronunciadas por el ángel como mensajero del Señor. Hay otras referencias en el Apocalipsis donde aparece el mismo anuncio (véase Ap. 2:5, 16; 3:11; 16:15; 22:12, 20). La referencia no tiene que ver con ningún acontecimiento del pasado, sino con el gran acontecimiento escatológico que constituye el tema central del Apocalipsis, es decir, la segunda venida en gloria del Señor Jesucristo.

«Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro». El vocablo «bienaventurado» (makários) se usa siete veces en el Apocalipsis (véase Ap. 1:3; 14:13; 16:5; 19:9; 20:6; 22:7, 14). La bienaventuranza aquí es para «el que guarda» (ho teiron) las palabras registradas en el Apocalipsis. Debe observarse el participio presente con el artículo determinado «el que guarda». El participio presente sugiere una acción continua, es decir, «el que guarda continuamente» o «el que habitualmente guarda las palabras de la profecía de este libro». Recuérdese que este es el libro con el que culmina la revelación escrita dada por Dios. En él se consuma el propósito de Dios.

Obsérvese que Juan denomina el libro como «profecía» (teis propheiteías). Es profecía porque es una proclamación que viene de Dios. Pero también es profecía en el sentido escatológico del vocablo. Tiene que ver con los acontecimientos que han de ocurrir en los postreros días. El que guarda las palabras de esta profecía es declarado por el mismo Señor una persona feliz, un bienaventurado.

22:8

«Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas. Y después que las hube oído y visto, me postré para adorar a los pies del ángel que me mostraba estas cosas»
. En consonancia con lo registrado en Apocalipsis 1:9-20, Juan da testimonio de ser el canal humano a través del cual Dios ha comunicado el mensaje del Apocalipsis. Ha sido la voluntad de Dios revelar su mensaje a través de hombres separados y dirigidos por el Espíritu Santo (2 P. 1:21). Dios ha utilizado hombres porque estos pueden comunicar con palabras humanas el mensaje divino.

El apóstol Juan se identifica como «el que oyó y vio estas cosas». Los dos participios «oyó y vio» reflejan los dos sentidos a través de las cuales Juan recibió su revelación profética: la audición y la vista. Lo que el apóstol oyó y vio es lo que registró con toda fidelidad en el último y culminante libro del canon sagrado. Juan se identifica como un fiel testigo de Dios. No escribió a su antojo, sino que registró bajo la supervisión del Espíritu Santo lo que es en realidad la Palabra de Dios.

Dos veces en los últimos capítulos del Apocalipsis (Ap. 19:10 y 22:8), Juan confiesa haberse postrado delante del ángel revelador «para adorar» (proskyneisai). Por supuesto que el apóstol sabe que Dios es el único digno de ser adorado. Es evidente que las visiones tan maravillosas tocante a la hermosura de la santa ciudad han embargado al siervo de Dios de un profundo deseo de adorar. Es probable que pensara que estaba adorando a Cristo cuando se postró delante del ángel. Su intención no era la idolatría; pero su guía celestial eran tan maravilloso en sabiduría e inteligencia, y las cosas que vio eran tan trascendentes, que Juan no podía pensar otra cosa sino que se trataba del mismo Dios.

22:9

«Pero él me dijo: Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios»
. La respuesta del ángel es clara y terminante. El ser celestial reconoce que era una criatura y las criaturas no deben ser adoradas. Sólo el Creador es digno de adoración. El ángel entendía perfectamente el tema de la soberanía y la unicidad de Dios. El ángel dice a Juan: «Mira, no lo hagas» (hóra méi). El verbo hóra es el presente imperativo, voz activa de horúo, que significa «mirar». La breve frase hóra méi es una expresión elíptica que da a entender la frase: «No lo hagas» o «mira que no lo hagas». La prohibición del ángel es tajante. Las buenas intenciones que Juan podía tener no eran válidas en manera alguna. La acción en sí era inaceptable y eso es lo que el ángel dice de inmediato.

«Porque yo soy consiervo tuyo» (syndoulós soú eimi), literalmente, «consiervo tuyo soy». El ángel se considera un «co-esclavo» con Juan. Su misión es hacer la voluntad del Soberano igual que Juan. Los esclavos no reciben honor ni homenaje. Su misión es servir a su señor. Juan y el ángel son «esclavos» (douloí) de Dios. Su tarea es adorar a Dios y servirle, y motivar a otros a hacer lo mismo. Nótese que el ángel sitúa a Juan en la categoría de profeta cuando dice: 
«De tus hermanos los profetas».  El profeta, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, recibía el mensaje directamente de Dios y lo comunicaba al pueblo. El don de profecía era, por lo tanto, un don revelador. Juan era un profeta divinamente autorizado y, como consecuencia, el libro que escribe también posee autoridad divina, es decir, es Palabra de Dios. El ángel menciona, además, su identificación con «los que guardan las palabras de este libro». O sea que hay otro grupo, que sin ser profetas, también guardan la revelación que Dios ha dado. Ese grupo, evidentemente, lo componen los creyentes, los santos de Dios que han nacido de nuevo por la fe en el Mesías y guardan el testimonio de Jesucristo y de las Escrituras.

Seguidamente el ángel ordena a Juan, diciendo: «Adora a Dios». Esta breve oración es enfática. Literalmente dice: «A Dios adora». La forma verbal «adora» (proskyneison) es el aoristo imperativo, voz activa de proskynéo, que significa «postrarse», «adorar». El aoristo imperativo sugiere urgencia. Equivale a decir: «Adora a Dios ya!» Al parecer, Juan había quedado tan profundamente turbado por lo que había visto que necesitó el recordatorio del ángel tocante al hecho de que sólo Dios debe ser adorado. El hombre, mientras esté en estado mortal, necesita siempre ser recordado que la adoración es un acto que debe rendirse únicamente a Dios.

22:10

«Y me dijo: No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca»
. Este versículo trae a la mente del lector las palabras de Dios a Daniel: «Y tú guarda la visión, porque es para muchos días» (Dn. 8:26b). «Pero tú, Daniel, cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin...» (Dn. 12:4). «Él respondió: Anda, Daniel; pues estas palabras están cerradas y selladas hasta el tiempo del fin. Muchos serán limpios, y emblanquecidos y purificados; los impíos procederán impíamente, y ninguno de los impíos entenderá, pero los entendidos comprenderán» (Dn. 12:9, 10).

El mandato de Dios a Daniel de sellar su profecía tiene que ver con el hecho de preservarla con seguridad, porque su cumplimiento se proyectaba a un futuro lejano, concretamente a los días de la tribulación para la nación de Israel. La orden dada a Juan yace en un ámbito diferente. Históricamente, el Apocalipsis fue dirigido a las siete iglesias que estaban en Asia. Aquellas iglesias tenían la responsabilidad de proclamar el contenido del mensaje recibido con toda fidelidad (Ap. 1:3).

El cumplimiento de las profecías del Apocalipsis es anunciado como algo inminente. De modo que las iglesias debían proclamarlo con urgencia. De ahí el mandato: «No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca». Hay un contraste entre la orden dada a Juan en 22:10 y la que recibió en 10:4. En este último texto, Dios dijo a Juan: «... Sella las cosas que los siete truenos han dicho, y no las escribas». La orden de sellar las cosas emitidas por los siete truenos equivalía a no escribirlas. Evidentemente, el mensaje de los siete truenos debía permanecer en total secreto. Dios reveló a Juan el contenido, pero le prohibió escribirlo. De ahí la diferencia entre revelación e inspiración. Dios dio a conocer a Juan ciertas verdades mediante «los siete truenos», eso es revelación. Pero Dios no permitió a Juan escribir dicha revelación. Si las hubiese escrito, hubiera sido inspiración.

«No selles las palabras de la profecía». La expresión «no selles» (méi sphragíseis) es enfática. El mandato es dado mediante el aoristo subjuntivo precedido de una negación. Esa es una fórmula gramatical para dar un mandamiento absoluto, equivalente a: «No comiences a sellar las palabras de esta profecía». Es decir, la orden no era dejar de hacer algo que ya estaba en proceso, sino que ni siquiera debía comenzar a hacerlo. De modo que el mandato de Dios a Juan es tajante: «No comiences a sellar las palabras de esta profecía». La razón es que las iglesias necesitaban inmediatamente el contenido de la visión para proclamar con autoridad divina que «el tiempo está cerca». El mensaje del Apocalipsis debe proclamarse con mucha más urgencia en nuestros días, porque el tiempo de su cumplimiento está mucho más cerca.

22:11

«El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía»
. El efecto de la urgencia expresada en el versículo 10 se proyecta en el versículo 11. El lenguaje de este versículo esta cargado de un realismo pesimista que nos recuerda el Eclesiastés y Daniel 12:10. Las palabras de este versículo se relacionan con la situación del hombre ahora, no con la vida durante el milenio o en la eternidad. Desde el punto de vista del profeta el final está tan cerca que ya no hay tiempo para alterar el carácter y los hábitos de los hombres. Los que son injustos continuarán en injusticia y los que son moralmente inmundos continuarán en sus caminos. La gramática del texto llama la atención. La expresión «el que es injusto» (ho adikon) es un participio presente de condición. El verbo «sea injusto» es un aoristo imperativo constativo que contempla la acción en su totalidad. La idea de la frase se podría expresar así: «Deja que el malhechor siga actuando injustamente». Aquel que tiene un corazón establecido en la práctica de la maldad seguirá practicando la injusticia a menos que vuelva su corazón a Dios y acepte el Evangelio de la gracia.

«El que es inmundo» (kai ho rhyparos) es también un participio presente de condición, es decir, «el contaminado», «el moralmente sucio». «Sea inmundo todavía» (hrypanthelto éti) es el aoristo imperativo, voz pasiva de hrypaíno, que significa «ensuciar», «contaminar». Los dos verbos usados en este versículo respecto al inconverso son imperativos permisivos.

El texto ofrece una advertencia tremenda al ser humano respecto a las fatales consecuencias de despreciar la oferta salvadora de Dios. Quien desprecia el Evangelio al mismo tiempo endurecerá su corazón y se hará insensible a la voz del Espíritu Santo.

Es una escena aterradora que en un momento dado, un sector considerable de la humanidad será dejada para cosechar las consecuencias de elegir un estilo de vida equivocado y consecuentemente cosechar el menosprecio divino. El versículo no enseña algún tipo de determinismo religioso que haga el arrepentimiento y la conversión imposible para algunos. La invitación de Apocalipsis 22:17 deja bien claro que aún queda una oportunidad para la correcta elección. Simplemente una vez que una persona hace esa elección, ha sellado su destino eterno para bien o para mal. Salomón lo expresó poéticamente con estas palabras: «En el lugar que el árbol cayere, allí quedará» (Ec. 11:3).

«Y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo santifíquese todavía». Esta parte del versículo presenta el reverso de la moneda. «El justo» (ho díkaios) es la antítesis de «el injusto» (ho adikon). El justo es el que ha creído en el Mesías. El injusto es el que le ha rechazado. El justo debe seguir practicando la justicia aunque viva en un ambiente de injusticia. La expresión «practique la justicia todavía» (dikaoisynein poieisáto éti) es enfática: «Justicia haga todavía». El justo que ha de vivir en medio de los terribles días de la consumación del plan de Dios tiene la responsabilidad de dar testimonio de su fe mediante la práctica de la justicia.

El énfasis principal del versículo es que debido a que el tiempo del fin está cerca, los hombres de seguro cosecharán las consecuencias de la clase de vida que han vivido. El tiempo viene cuando el cambio es imposible porque el carácter ya ha sido d
eterminado mediante una vida de acciones cotidianas. El texto deja en claro que en los postreros días habrá injustos que practicarán la injusticia (véase 2 P. 3:3, 4), pero también habrá justos firmemente establecidos en la práctica de la justicia. Tal como el enemigo de Dios tendrá sus seguidores compuestos de «injustos» e «inmundos», así Dios tendrá los suyos formados de «justos» y «santos». La diferencia entre los dos grupos será siempre la actitud que tengan hacia el Mesías.

22:12

«He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra»
. Tres veces en este capítulo el Señor anuncia su venida (véase Ap. 22:7, 20; véase además Ap. 2:16; 3:3; 3:11, 20; 16:15). La expresión «he aquí» (idou) es una llamada de atención dada al lector para indicar la importancia de lo que sigue. El verbo «yo vengo» (érchomai) es un presente profético, es decir, con función de futuro. Esta forma verbal sugiere la celeridad de la segunda venida de Cristo: «Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre» (Mt. 24:27). Mientras que en Apocalipsis 22:7 el anuncio de la venida del Señor va acompañada de una promesa de bendición, aquí va seguida de una advertencia de juicio.

El sustantivo traducido «galardón» (misthós) significa «paga», «salario». El Señor viene por segunda vez como juez de los hombres (Hch. 17:30, 31). Él tiene toda potestad para juzgar. Trae su «galardón» o «paga» consigo. Para los inicuos será un «apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt. 25:41), mientras que para los justos será: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo» (Mt. 25:34).

«Para recompensar a cada uno según sea su obra». El verbo «recompensar» (apodounai) es el aoristo infinitivo, voz activa de apodídomi, que significa «dar», «pagar», «rendir». Probablemente, en este contexto, implica propósito. El Señor viene, entre otras cosas, con el propósito de pagar «a cada uno según sea su obra». Obsérvese que el juicio del Señor será individual, es decir, «a cada uno» (hekástoi). Será un juicio emitido tal como la obra del individuo es (estin). Es decir, el individuo recibirá un juicio en justa conformidad con su obra. En tercer lugar, el sustantivo «obra» (érgon) es singular y contempla la totalidad de lo que la persona ha hecho en el transcurso de su vida.

Debe reiterarse que la salvación de un ser humano no depende de sus obras. Pero las obras evidencian lo que hay en el corazón del hombre. Los méritos humanos no son suficientes para agradar a Dios, pero la persona redimida manifiesta su salvación a través de la práctica de la justicia. Las obras sí guardan relación directa con el juicio. Para los creyentes será delante del Tribunal de Cristo (2 Co. 5:10), mientras que para el inconverso será en el juicio del Gran Trono Blanco (Ap. 20:11-15).

22:13

«Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último»
. El Señor Jesucristo se autodesigna, en primer lugar, como «el Alfa y la Omega». Si la designación de Apocalipsis 1:8 pertenece a Dios el Padre, entonces aquí hay una clara evidencia de la deidad de Cristo. La figura «el Alfa y la Omega» sugiere que el Señor es la causa absoluta de la historia y de la creación. Alfa es la primera letra del alfabeto griego y Omega es la última. La idea en esta figura es que Él es el soberano absoluto del universo. Él es «el Alfa y la Omega» y todo lo que está comprendido entre esas dos letras, es decir, Él lo es todo.

En segundo lugar, Él es «el principio y el fin». La misma declaración es aplicada a Cristo en Apocalipsis 1:17 y 2:8. Dicha frase sugiere que Él es el que existe de eternidad a eternidad y, por lo tanto, está calificado para ser el Juez de la humanidad. En realidad, la expresión «el principio y el fin» señala al hecho de que Él es el autoexistente, el que tiene vida en sí mismo. Él es el Jehová del Antiguo Testamento (véase Is. 44:6; 48:12).

La tercera designación que Cristo hace de sí mismo es: «El primero y el último». Cristo es el regidor de la creación y es la meta misma del universo. Pablo dice: «...Todo fue creado por medio de él y para él» (Col. 1:16). El Señor es el Soberano Creador del universo y el sustentador de todas las cosas. Él es quien llevará el universo a su gran consumación. Ese es uno de los grandes temas del libro del Apocalipsis.

22:14

«Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad»
. Aquí aparece la última de las siete bienaventuranzas mencionadas en el Apocalipsis (véase Ap. 1:3; 14:13; 16:15; 19:9; 20:6; 22:7). Esta última bienaventuranza procede del Señor Jesucristo. Él ha anunciado su segunda venida (Ap. 22:12). Se ha identificado como el Soberano, Dueño y Creador del universo y como el sustentador de toda la creación (Ap. 22:13). Seguidamente pronuncia la séptima y última bienaventuranza del Apocalipsis en favor de «los que lavan sus ropas». Obsérvese el uso del participio presente, voz activa «los que lavan» (hoi plynontes) en este versículo, mientras que en Apocalipsis 7:4 se usa el aoristo indicativo «han lavado» (éplynan). El aoristo indicativo señala a un hecho realizado: «Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero» (Ap. 7: 14). El participio presente aquí sugiere una acción en progreso. La necesidad de esta limpieza surge cuando hay personas que contaminan su vestidura espiritual mediante el pecado, como la mayoría de los de Sardis mencionados en Apocalipsis 3:4. Estos descritos en esta bienaventuranza se han arrepentido y se han vestido de puro lino blanco que representa las acciones justas de los santos (véase Ap. 19:8). Estos son todos los creyentes en Cristo, no sólo los mártires como algunos piensan. Algunos manuscritos ofrecen una lectura diferente: «Bienaventurados los que guardan sus mandamientos...» o «bienaventurados los que practican sus mandamientos.» Esas variantes textuales, sin embargo, no afectan a la doctrina del texto. La enseñanza del pasaje es que quienes permanecen limpios mediante la firme determinación a no someterse a las exigencias del Anticristo son bienaventurados. La figura de «lavar las ropas» o, incluso, la de «guardar sus mandamientos» es apropiada para describir la actitud de aquellos que son fieles al Mesías en medio de las tribulaciones.

«Para tener derecho al árbol de la vida». Esta frase indica propósito. Literalmente dice: «Para que la autoridad de ellos esté sobre el árbol de la vida». El árbol de la vida, según Apocalipsis 22:2, está en medio de la calle de la ciudad celestial, pero cruza por encima del río de agua de vida. «Tener derecho al árbol de la vida», evidentemente, significa tener autoridad para comer de su fruto.

«Y para entrar por las puertas en la ciudad». Esta también es una frase de propósito. La frase dice: «Y para que ellos puedan entrar por las puertas de la ciudad». Esta es la segunda bendición o bienaventuranza pronunciada en beneficio de los que «lavan sus ropas». Tendrán, por lo tanto, autoridad para comer del fruto del árbol de la vida y podrán entrar en la ciudad santa por sus puertas de perlas.

22:15

«Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo el que ama y hace mentira»
. El texto griego es un tanto abrupto en este versículo. Quizá se deba al hecho de querer contrastar los que no tienen entrada en la ciudad santa con los que, según Apocalipsis 22:14, sí tendrán acceso a dicha ciudad. Como ya se ha observado, los que tienen entrada son los que «han lavado sus ropas», es decir, los que han creído en el Mesías. El Nuevo Testamento griego dice: «Fuera estarán los perros y los hechiceros y los fornicarios y los homicidas y los idólatras y todo aquel que ama y hace mentira». Obsérvese la repetición de la conjunción «y» (kai). Esa figura de dicción se llama polisíndeton, es decir, «muchas conjunciones». Dicha figura se usa para obligar al lector a considerar detenidamente cada uno de los sustantivos mencionados. El Señor quiere que el lector se percate bien de quiénes son los que no tendrán entrada en la nueva Jerusalén. Debe recordarse que Juan está escribiendo acerca de lo que va a ocurrir en el futuro. No se refiere a nada que esté ocurriendo en el presente, sino lo que tendrá lugar en la consumación del plan de Dios. Quienes «estarán fuera» o, simplemente, quienes no podrán entrar serán los que se han negado a recibir el regalo de la salvación. El destino eterno de ellos será el lago de fuego (Ap. 20:11-15).

«Los perros» (hoi kynes). El perro era considerado inmundo, según la ley, porque tiene contacto con seres muertos (Éx. 22:31; 1 R. 14:11; 16:4; 22:38). Las rameras y los homosexuales son semejantes a los perros según la ley mosaica (Dt. 23:17-18). Pablo cataloga a los judaizantes como «perros» (Fil. 3:2, 3), porque pretendían destruir la congregación. Los judíos calificaban a los gentiles de «perros» (Mt. 15:26). El perro era, sin duda, algo despreciable en la cultura hebrea y en muchas otras culturas del oriente medio (véanse 2 R. 8:13; l S. 17:43; Mt. 7:6). En Apocalipsis 22:5, el sustantivo «perros» sustituye a «abominables» (Ap. 21:8). Estas son personas contaminadas por un prolongado contacto con los vicios abyectos que abundaban en una sociedad pagana. Este destino prometido sirve ciertamente como una advertencia a personas en las iglesias para que no caigan en la apostasía asociada con sus vicios.

«Y los hechiceros» (kai hoi 
phármakoi). La práctica de la hechicería estaba terminantemente prohibida en el Antiguo Testamento (véanse Éx. 22:18; Dt. 18:10). Hechicero es aquel que practica la magia por medio del uso de oráculos, encantamientos y jerga mística. El sustantivo «hechicería» (pharmakía) aparece en Gálatas 5:20 (véanse también Ap. 9:21; 18:23; 21:8). El vocablo se relaciona con la confección de pociones, incluyendo las venenosas. Dicho vocablo también implica el uso de hierbas mágicas usadas en la práctica de hechizos y para la invocación de la presencia de espíritus en los cultos paganos. Los hechiceros son, por lo tanto, personas que se han puesto activamente al servicio de Satanás. Los tales están excluidos de la nueva Jerusalén.

«Y los fornicarios» (kai hoi pórnoi). Los que practican la inmoralidad sexual (véase 1 Co. 5:9, 10, 11; 6:9). En Apocalipsis 2:20, 21, se utiliza la forma verbal (porneusai) y el sustantivo (porneías) para condenar el pecado de Jezabel en la iglesia en Tiatira. En Apocalipsis 22:15, los fornicarios forman parte del grupo que no tienen acceso a la nueva Jerusalén.

«Y los homicidas» (kai hoi phoneís). Se refiere al que comete asesinato o mata a alguien que no puede defenderse. El homicida es el que derrama sangre inocente (véanse 1 P. 4:15; Ap. 21:8).

«Y los idólatras» (kai hoi eidolátrai). La idolatría tiene que ver con el acto de rendir culto u honor a las criaturas, ya sean estas animadas o inanimadas, en lugar de adorar al Creador. La idolatría se condena tajantemente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (véase 1 Co. 10:14). El idólatra es la persona que practica la idolatría (1 Co. 5:10, 11; 6:9; 10:7, 19, 20; Ef. 5:5; Ap. 21:8).

«Y todo aquel que ama y hace mentira». Los vocablos «ama» (philon) y «hace» (poión) son participios presentes. El participio presente sugiere una acción continua o habitual. La frase apunta a quienes aman y practican la mentira como características esenciales de sus vidas. Satanás es el padre de la mentira (Jn. 8:44). El maligno es el promotor de la falsedad en el mundo mientras que Cristo es la encarnación de la verdad (véase Jn. 14:6; también 1 Jn. 2:22; 2 Ts. 2:8-11). Dios no dará entrada a nada que ensucie a la santa ciudad. Sólo tendrá acceso allí lo que ha sido purificado por la sangre del Cordero.

22:16

«Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana»
. Esta es la única vez en el Apocalipsis que el Señor usa su nombre humano respecto a sí mismo. El nombre Jesús es el equivalente griego de Josué, que significa «libertador». Dicho nombre le fue puesto por orden divina a través de un ángel que anunció a José el nacimiento del Mesías (Mt. 1:21). El nombre que le fue dado al nacer es el mismo que posee ahora.

Anteriormente (22:13), el Señor se ha identificado mediante títulos que ponen de manifiesto su deidad. En Apocalipsis 22:16, el nombre Jesús lo asocia con su humanidad, con su muerte y su resurrección. Él es el Hijo del Hombre celestial que Daniel contempló que venía con las nubes del cielo (Dn. 7:13). También fue visto por Esteban, el primer mártir: «He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios» (Hch. 7:56); «y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch. 7:59). El Jesús histórico, el que murió, resucitó, fue exaltado a la diestra del Padre y vendrá con poder y gloria es el mismo que se identifica en Apocalipsis 22:16 diciendo: «Yo Jesús».

El Jesús que tiene todo poder «en el cielo y en la tierra» (Mt. 28:18), tiene potestad para enviar su ángel con el propósito de dar testimonio del contenido del Apocalipsis en las iglesias. El contenido del Apocalipsis fue dado por Dios el Padre a Dios el Hijo quien, a su vez, lo entregó a su ángel y éste lo manifestó al apóstol Juan. El apóstol lo dio a conocer en su totalidad a las siete iglesias del Asia Menor y ellas, por su parte, propagaron dicho mensaje a las demás iglesias.

«Yo soy la raíz y el linaje de David». Esta declaración conecta al Señor con el cumplimiento del pacto davídico (2 S. 7:12-16; Is. 11:1, 10; Ez. 34:23, 24; Ap. 5:5). La consumación del propósito de Dios, como se ha indicado con anterioridad, guarda relación directa con el cumplimiento de los pactos bíblicos (abrahámico, nuevo y davídico). Así como David fundó la primera Jerusalén, Jesús será el fundador de la nueva Jerusalén. Él cumple todas las promesas mesiánicas asociadas con la familia de David. El vocablo «raíz» (hrídsa) sugiere que el Mesías es progenitor de David mientras que el sustantivo génos indica que también es descendiente de David. Él es el principio y el fin de la economía asociada con David.

«La estrella resplandeciente de la mañana». Esta frase trae a la mente la profecía de Balaam (Nm. 24:17) y también la promesa del Señor a la iglesia en Tiatira (Ap. 2:28). En Apocalipsis 22:16, el Señor añade el calificativo «resplandeciente» (ho lamprós). Su luz sobrepasará en brillantez a todas las luces que el hombre haya conocido. El texto es francamente enfático. El artículo determinado se repite tanto con los sustantivos como con el adjetivo, y dice así: «La estrella, la resplandeciente, la de la mañana». Todo el universo será iluminado con la gloria de la luz del Mesías cuando regrese. Corno «la estrella resplandeciente», él dará luz permanente a la simiente de Abraham que ha vivido en tinieblas y levantará «el tabernáculo caído de David» (Am. 9:11).

22:17

«Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente»
. La mayoría de los comentaristas interpretan este versículo como una invitación a los perdidos a aceptar la oferta de la salvación que Dios ofrece a través de Cristo. Probablemente el versículo incluye una doble invitación. La primera proviene del Espíritu Santo y de la Esposa (la Iglesia) a través de la persona que públicamente lee las palabras del Apocalipsis, pidiendo el regreso del Mesías. Debe recordarse la bienaventuranza de Apocalipsis 1:3. Este libro debía leerse en voz alta para que toda la congregación escuchase su contenido. Mediante esa lectura, el Espíritu Santo obraría en la Iglesia, la Esposa, para producir en ella el ardiente deseo de la venida del Rey de reyes. El Espíritu Santo y la Esposa se unirían para decir: «Ven» (érchon). Este verbo es el presente imperativo, voz media de érchomai. Dicho vocablo se usa en el Apocalipsis repetidas veces respecto a la venida de Cristo (véase 1:7; 22:7, 12, 20). La frase «Y el que oye, diga: Ven», se refiere a los individuos dentro de la congregación que, como tales, anhelan la venida del Señor. Estos se unen al Espíritu y a la Esposa para pedir al Señor que regrese.

La segunda invitación aparece en la segunda parte del versículo. «Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente». La sed a la que el texto se refiere, sin duda, es la sed espiritual. Esa sed sólo puede ser satisfecha por el Mesías (Jn. 4:10). La invitación es amplia, generosa y concreta. El ser humano tiene que reconocer su sed, es decir, su necesidad espiritual. Pero no sólo eso, sino que también tiene que querer satisfacerla («el que quiera»). El que de verdad quiere satisfacer su sed es el genuinamente sediento. La designación («el que tiene sed» o «el sediento») abarca a cualquiera que está consciente del deseo de una vida más alta, pero que tal vez aún no se considera sediento. La invitación de Cristo sigue vigente: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn. 7:37). Es asombroso, sin lugar a duda, que un libro que contiene tantas escenas de juicio como el Apocalipsis, casi en su conclusión manifieste una invitación tan maravillosa como la que aparece en este versículo. Pero así es la gracia de Dios. Dios no se olvida de su misericordia aun en medio de los juicios.

22:18

«Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro: Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro»
. Este versículo, conjuntamente con el siguiente, han sido objeto de severa crítica. Se dice que los versículos 18, 19 son una interpolación hecha por algún escribano que tenía una opinión elevada de la inspiración del texto. También se ha dicho que esos versículos constituyen la opinión personal del apóstol Juan. Ambas teorías carecen de apoyo exegético. Las palabras tanto del versículo 18 como del 19 provienen del mismo Señor Jesucristo y tienen el sello de su autoridad. Él es el testigo fiel y verdadero (véase Ap. 1:3, 5; 3:14). Él da testimonio de la infalibilidad y permanencia de la Palabra de Dios. El testimonio más sólido y enfático respecto al carácter inalterable de las Escrituras proviene del Señor Jesucristo (véanse Mt. 5:17-19; Jn. 10:34, 35). Las palabras de Apocalipsis 22:18 y 19 parecen ser una continuación de 22:12. De ser así, son palabras que provienen directamente del Señor Jesucristo.

El texto es enfático. Comienza diciendo: «Yo testifico» (martyro ego). Dicha expresión es pleonástica. El pronombre «yo» está comprendido en el verbo, pero se repite al añadir ego. Una traducción de la frase sería: «Yo mismo testifico». La declaración no es ni del ángel ni de Juan, sino el testimonio personal del Señor Jesucristo respecto al mensaje del Apocalipsis (véase Ap. 1:2; 22:16). El tiempo presente del verbo sugiere que la acción de testificar es continua. El Señor pronuncia una advertencia respecto a la actitud de los receptores de este mensaje. Es mejor tomar el pasaje de manera directa como una seria advertencia a los oyentes a no adulterar el mensaje fundamental revelado a través de Juan.

La advertencia va dirigida al individuo: «Todo aquel que oye», es decir, aquel que escucha la lectura del Apocalipsis en la congregación. Luego añade: «Si alguno añadiere a estas cosas...». Esta es una condicional expresando la posibilidad de que tal acción pudiese ocurrir. El aviso es terminante: «Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro». El verbo «traerá sobre» (epithéisei) es el futuro indicativo, voz activa de epitítheimi, que significa «poner encima», «añadir». Nótese que es el mismo verbo traducido «añadir» en el mismo versículo. Los traductores de la Reina-Valera 1960 han captado correctamente las dos sombras de significado de dicho verbo. El primer uso correctamente significa «añadiere» (véase Pr. 30:6). El segundo proporciona el significado de «poner encima», «sobreponer». La idea del texto, por lo tanto, es que si alguno se atreviera a añadir algo al contenido de la revelación dada en el Apocalipsis, el Señor pondrá sobre él las plagas anunciadas en este libro. El Apocalipsis es un libro que contiene bendiciones y juicios. Las bendiciones son para los que guardan las palabras de las profecías del Apocalipsis (Ap. 22:7). Los que tuercen o adulteran el mensaje de este libro, añadiéndole o quitándole, serán debidamente castigados por el Señor.

22:19

«Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro»
. El libro de la vida se menciona por quinta y última vez en Apocalipsis 22:19. Las cuatro primeras son Apocalipsis 3:5; 13:8; 20:12, 15 convirtiéndolo en un tema recurrente del libro; sin duda, debido a su importancia.

Añadirle a las Escrituras es tan ofensivo a Dios como quitar de ella. Cualquiera de las dos acciones soslaya la soberanía de Dios. En el huerto del Edén, el maligno adulteró la Palabra de Dios. El mandato de Dios al hombre fue: «... De todo árbol del huerto podrás comer» (Gn. 2:16). Las primeras palabras que Satanás dijo a la mujer fueron: «...¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?» O sea, que Satanás dijo exactamente lo opuesto de lo que Dios había ordenado. 


La frase: «Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía...» es también una cláusula condicional que denota posibilidad. Cualquier intento de trastornar las palabras escritas por Juan en el rollo inspirado del Apocalipsis sería confrontado con el severo juicio del Señor.

La Reina-Valera 1960, usando el Textus Receptus, produce la lectura: «Dios quitará su parte del libro de la vida...». La lectura del texto crítico es la correcta, porque se apoya en los mejores manuscritos. Dicha lectura es: «...Dios suprimirá su porción del árbol de la vida». Aquí la mayoría de los comentaristas del Apocalipsis se apresuran a decir que el pasaje no enseña que un creyente puede perder su salvación. Pero, ¿es eso lo que el texto realmente dice?

La implicación de la frase es que gente que en un tiempo tenía parte en el árbol de la vida e iban rumbo a la ciudad santa pueden caer en el camino y podrían ir a parar al lago de fuego.

Hay una estrecha relación entre el árbol de la vida y el libro de la vida. Todo aquel que ha puesto su fe en Cristo tiene su nombre inscrito en el libro de la vida. Quien tiene su nombre inscrito en el libro de la vida va encaminado a participar de las bendiciones del árbol de la vida. Pero quien añada o sustraiga de las Escrituras, particularmente del mensaje del Apocalipsis, será borrado del libro de la vida. El peligro no es para alguien que no ha puesto su fe en Cristo y, por lo tanto, no tiene su nombre en el libro de la vida.

Se ha reiterado varias veces a través de este estudio que la salvación es un regalo de Dios que se recibe sobre la base de la fe en Cristo (Jn. 6:47; 5:24; Ro. 6:23). Y hay una cantidad importante de pasajes en las Escrituras tocante a la seguridad de la salvación para quienes perseveran en la fe y la mantienen viva. Pero no es sólo el rechazo de Cristo como Salvador lo que impedirá que alguien participe del árbol de la vida y que su nombre sea  o permanezca inscrito en el libro de la vida del Cordero. A lo largo de ambos testamentos se enseña que sólo quien persevere hasta el fin (después de haber creído en el Señor como su salvador) será salvo (Mt. 10:22; 24:13) y que quien no lleve fruto será separado de Cristo (Jn. 15:1-6). Moisés sabía que un creyente podía ser borrado del libro de la vida (Éx. 32:33). David sabía que un creyente podía ser borrado del libro de la vida (Sal. 69:28). Pablo sabía que un creyente podía apostatar de la fe y, por consiguiente, ser borrado del libro de la vida (Ro. 11:19-23; 1 Ti. 4:16). Pedro también lo sabía (2 P. 2:20-22). Santiago (Stg. 5:19-20), Juan (1 Jn. 5:16, 17) y Judas (Jud. 1:5) también sabían que un creyente podía ser borrado del libro de la vida. Aquí y en otros cuatro otros pasajes del Apocalipsis el Señor advierte que el nombre del creyente negligente y tibio puede ser borrado del libro de la vida (Ap. 3:5; 13:8; 20:12, 15). De modo que quien añada o quite algo del contenido de la Palabra de Dios y, en particular, de las palabras del Apocalipsis, habrá incurrido en el pecado imperdonable, sea creyente o incrédulo. Y eso incluye quitar la enseñanza de que la salvación es condicional.

«Y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro», mejor, «y de la santa ciudad, es decir, de las cosas que han sido escritas en este libro». Las frases «del árbol de la vida», «y de la santa ciudad» están en aposición con la frase «de las cosas que han sido escritas en este libro». La idea es que lo que concierne al «árbol de la vida» y a «la santa ciudad» está escrito en este libro en espera de un cumplimiento futuro. Son cosas que pueden ser alteradas por el comportamiento del creyente aunque pertenecen a las bendiciones eternas prometidas por Dios a los que ponen su fe en el Mesías. Quien altere lo que está escrito ha sellado su destino: No tendrá participación del árbol de la vida ni entrada en la santa ciudad. El texto es, sin duda, la más seria advertencia que cualquiera podría recibir respecto a la importancia de no adulterar ni despreciar la Palabra de Dios. La Palabra de Dios no es ni un descubrimiento ni un invento de los hombres. Es la verdad divinamente revelada. En resumen, los versículos 18-19 enseñan que el creyente puede perder su salvación debido a la desobediencia y falta de fruto espiritual (Jn. 15:1-6), y enseñan que quienes adulteran la Palabra de Dios son excluidos de la santa ciudad y de las bendiciones que en ella hay.

Resumiendo. El lector se beneficiará grandemente en tomar a pecho éstas palabras de Apocalipsis 22:18, 19 teniendo presente que son pronunciadas por el mismísimo Autor de la salvación. El Señor Jesucristo advierte en este pasaje acerca de lo que le espera al que le añade a las palabras escritas en el Apocalipsis: «Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro». El Señor Jesucristo advierte también en este pasaje acerca de lo que le espera al que le quita a las palabras escritas en el Apocalipsis: «Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro». El silencio en cuanto al tema de este texto en los púlpitos y otros medios de comunicación evangélicos es quitarle a las palabras de la profecía. Y el enseñar lo opuesto a lo que el texto enseña es, sin duda, añadirle. ¿Cómo alguien querría pasar por alto Apocalipsis 22:18, 19 o enseñar lo opuesto ante advertencias tan solemnes de parte de nuestro Señor y Salvador Jesucristo? Sin embargo, en desafío total a Él, eso es exactamente lo que se hace hoy en los círculos evangélicos; demostrando de paso que el Señor sabía de antemano que así serían las cosas entre Sus seguidores en los últimos días, razón por la cual les advierte el peligro de tal situación. «Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?» (Lc. 18:8).

22:20

«El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús»
. El anuncio de la segunda venida de Cristo se repite a través del libro del Apocalipsis (véase Ap. 2:16; 3:11; 22:7, 12, 20). Dicha repetición es de esperarse. Después de todo, la segunda venida de Cristo a la tierra constituye el tema central del Apocalipsis. El mismo Señor anuncia su venida, diciendo: «Ciertamente vengo en breve». El verbo «vengo» (érchomai), como en los casos anteriores (véase Ap. 22:7, 12), es un presente profético o futurístico y debe traducirse «vendré». El modo indicativo de dicho verbo denota la certeza de dicha venida y el tiempo presente con función de futuro sugiere la inminencia del acontecimiento.

Los cristianos a lo largo de los siglos han orado y aguardado por la venida del Señor Jesucristo. El Apocalipsis afirma que, aunque desde la óptica del hombre esa venida parezca haber tardado, su cumplimiento será seguro. Las palabras de Cristo: «Ciertamente vendré en breve» parecen constituir la respuesta del Señor al ruego del Espíritu Santo y de la Esposa, quienes unidos piden al Mesías que venga (Ap. 22:17). A esa petición se unen también todos los cristianos que leen y escuchan las palabras del Apocalipsis. En contraste con los otros anuncios de su venida aquí el Señor añade el adverbio «ciertamente» (nai). Esta es una manera enfática de reforzar el hecho del cumplimiento de ese singular acontecimiento.

La respuesta del apóstol se expresa en las palabras: «Amén; sí ven, Señor Jesús». Es como si Juan dijese: «Estoy de acuerdo, ven, Señor Jesús». De este modo, Juan expresa el deseo de «todos los que aman su venida» (2 Ti. 4:8). La segunda venida del Mesías, el Señor Jesucristo, es el gran acontecimiento hacia el cual se proyectan todas las profecías de la Palabra de Dios. Este suceso producirá el final de la historia tal como se conoce ahora. El Mesías inaugurará una nueva etapa de la historia en la que habrá paz y justicia como el hombre jamás las ha experimentado. Por último, obsérvese que quien vendrá por segunda vez será el «Señor Jesús», el Soberano del universo. Cuando vino la primera vez lo hizo como Jesús, el Salvador. Cuando venga la segunda vez lo hará como Señor de señores y Rey de reyes (Ap. 19:16). La primera vez vino revestido de carne y tomó naturaleza humana. Ocupó el lugar de un esclavo y se humilló hasta la muerte. La segunda vez vendrá revestido de su gloria, exhibiendo su majestad.

La persona teantrópica del Rey-Mesías exhibirá de manera visible y tangible la gloria de su ser. (Teantrópico, está formada por las palabras griegas “Teos” y “antropos” y significa Divino-Humano.) Cuando vino la primera vez, sólo unos pocos vieron su gloria (Jn. 2:11; Mt. 17:1-8; 2 P. 1:16-18). Cuando venga por segunda vez, será manifestada tanto la gloria de su humanidad como la de su deidad. La raza humana fue puesta sobre la tierra para mostrar la gloria de la obra de Dios en esta esfera. Fue sólo con la entrada de Cristo en esta escena terrenal mediante la instrumentalidad de su cuerpo humano en su primera venida y en su esperada segunda venida a la tierra, que Dios ha sido y será perfectamente justificado y glorificado en su creación del hombre. Cuando Él venga en su gloria. no sólo exhibirá su magnificencia como Dios, sino que también se manifestará la perfecta humanidad a través de la cual Dios ha de manifestar su propósito eterno.

22:21

«La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros. Amén»
. El texto crítico dice sencillamente: «La gracia del Señor Jesús [esté] con vosotros». Resulta extraño que un libro de las características de Apocalipsis concluya así. Pero dicha conclusión tiene su explicación. Recuérdese que el libro comienza diciendo que su contenido es «la revelación de Jesucristo». Luego sigue con un estilo epistolar (capítulos 2 y 3) y concluye con las varias identificaciones del Señor Jesucristo. Como se ha observado, en los últimos capítulos varias veces el Señor anuncia su regreso a la tierra. En esos anuncios, el Señor es el interlocutor. Esto da a este capítulo un carácter personal. Es de esperarse, por lo tanto, una conclusión personal, tal como la que aparece aquí.

El Apocalipsis es en sí difícil de comprender por su estructura y su simbolismo, característico de la literatura apocalíptica. Pero más difícil es aún desentrañar su significado. Tal vez esa es la razón principal del porqué Juan desea que la gracia del Señor Jesucristo sea con sus lectores. Sólo su gracia puede ayudar al lector a comprender, guardar y practicar las enseñanzas de este sorprendente y maravilloso libro. La bendición que Juan invoca va dirigida, en primer lugar, a los lectores y oyentes originales de este libro. Pero, sin duda, esa misma gracia ha sido necesaria para todas las generaciones de cristianos que, a lo largo de los siglos, han leído, estudiado y proclamado el mensaje de este libro con el que Dios pone broche de oro a su revelación escrita. La petición de Juan es que la gracia que pertenece al Señor Jesucristo, porque Él es su autor, esté presente en la vida del creyente. El cristiano de hoy está necesitado de la todo-suficiente gracia del Glorioso Señor Jesucristo.

Resumen y Conclusión

El último capítulo del Apocalipsis comienza con una descripción de las bendiciones que están dentro de la nueva Jerusalén. Allí están el río de agua viva, el árbol de la vida, el fruto del árbol y sus hojas. Por encima de todo, allí está el trono de Dios y del Cordero, es decir, la presencia misma de Dios que, a fin de cuentas, es lo más importante de todo. Allí los santos del Señor reinarán por toda la eternidad (Ap. 22:1, 2, 5). No habrá maldición, los santos servirán al Señor y verán su rostro, disfrutando de íntima comunión con Él (Ap. 22:3, 4). La luz de la gloria de Dios proporcionará toda la iluminación necesaria para la vida en la santa ciudad (Ap. 22:5).

Apocalipsis 22 reitera el mensaje central del libro, o sea, la segunda venida de Cristo en gloria. A la luz de esa verdad hay varias exhortaciones finales. La primera de ellas concierne a la necesidad de guardar las palabras de la profecía del Apocalipsis (Ap. 22:6, 7); también presenta la necesidad de practicar la verdadera adoración. Sólo Dios debe ser adorado con la exclusión de todos los demás seres, sean estos hombres, ángeles u objetos (Ap. 22:8, 9). Hay una declaración tocante al cumplimiento cercano del Apocalipsis y una advertencia acerca de la actitud del hombre (Ap. 22:10, 11). Cristo anuncia personalmente su venida como Juez Soberano de la creación (Ap. 22:12, 13) y pronuncia una bienaventuranza para los que practican la santidad en anticipación de la entrada en el reino eterno (Ap. 22:14). Aquellos que no han acudido al Mesías para ser limpiados de sus pecados no entrarán en la nueva Jerusalén (Ap. 22:15).

El origen divino de la revelación dada en el Apocalipsis es confirmado por el mismo Señor Jesucristo (Ap. 22:16). Él se identifica como el cumplidor del pacto davídico, sobre el cual descansa la promesa de la realización del reino (véase Lc. 1:30-33). El Apocalipsis debía leerse en público y en voz alta para que todos escuchasen su lectura. El Espíritu Santo, presente en la congregación, con toda la iglesia como la Esposa del Cordero y cada oyente como individuo piden al Señor que cumpla su promesa de regresar (Ap. 22:17).

El libro del Apocalipsis, por su misma naturaleza, se presta para que falsos maestros y creyentes espurios lo adulteren. Es por eso que en Apocalipsis 22:18, 19 hay una seria advertencia contra quien se atreva a cometer un acto semejante. Quien tenga la osadía de hacerlo no tendrá parte en el árbol de la vida y, por supuesto, no tendrá entrada en la ciudad celestial. Una vez más, el Señor anuncia su segunda venida. Esta vez añade el adverbio ciertamente, advirtiendo de la certeza de dicho acontecimiento (Ap. 22:20). Aunque parezca raro, el Apocalipsis termina con una bendición propia de una epístola, pidiendo que la gracia del Señor Jesucristo sea con los receptores de este libro. La gracia del Señor es imprescindible para entender, guardar y poner en práctica las enseñanzas de esta maravillosa revelación.

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